Alejandra Díaz-Guerra x Fernanda O


Publicado el

en

escrito por

@alejandradiazguerra

Hace poco más de un mes encontré una extraña gema en Instagram: el trabajo de la artista española Alejandra Díaz-Guerra. Me atrapó de inmediato. Sus piezas —una simbiosis entre lo rústico y lo sublime— proponen una estética diferente: tentacular, rizomática, extrañamente íntima. Sofisticada sin pretensiones. Una mirada profunda y auténtica sobre el arte, la ciencia y la naturaleza, además de una obra absolutamente bella. Le escribí para proponerle esta entrevista. Alejandra, cauta y precisa con sus palabras, tiene una inteligencia singular: perceptiva, metódica, asociativa. Sus intereses radican en la periferia, en lo que no está iluminado por el gran panóptico del Antropoceno. En nuestro diálogo, es notable su sensibilidad científica, una curiosidad pura que no busca controlar, sino observar y maravillarse, algo así como hacen los niños. Conversamos sobre arte, materialidad, micelio, co-creación, improductividad, ruina y decadencia. Quédense hasta el final: vale la pena cada palabra.


Alejandra. Fructificación de micelio en barro. Higo, barro y nefelina. N.B. Toda la fotografía de esta entrevista es cortesía de la artista.


FO: Quiero agradecer tu tiempo y disposición, Alejandra, admiro mucho tu trabajo y es un gusto que estés aquí platicando conmigo.

ADG: Hay un tema que me llama la atención y me gusta también: un montón de gente en Latinoamérica me lleva contactando desde hace mucho tiempo para hacer colaboraciones y pequeños proyectos, y es bastante interesante cómo allí hay una apreciación por todo lo fúngico que en muchos lugares de Europa no tenemos. Esas sensibilidades y puntos de vista me encantan. Es mi placer estar aquí.


FO: Háblame de ti. Tu trayectoria, geografías, motivaciones.

ADG: A ver, mi trayectoria y mi carrera son bastante, cuando digo peculiares, de repente parece que me estoy poniendo ahí en el centro del ego del artista, pero la realidad es que vengo de cosas bastante diferentes a lo que estoy haciendo ahora. Yo soy española, vivo ahora en Madrid, pero desde hace muy poquito, tres años. He estado siempre yendo y viniendo, he pasado mucho tiempo en Inglaterra, en Portugal. Tengo una proyección vital bastante itinerante. Estoy siempre haciendo proyectos por aquí y por acá y si no me salen, los busco. No puedo pararme quieta.

Estudié Humanidades y me enfoqué en filosofía, por eso tengo como todo este background más ligado a cuestiones de estética y metafísica. También tengo un máster en comisario de arte que también abona a mi praxis artística y conceptual. Y luego está todo el tema relacionado con las artesanías, que para mí fue quizás el detonante. Yo empecé haciendo cerámica durante la pandemia, en un estudio en Gijón, en Asturias, al norte de España. Justo acababa de volver al país después de un tiempo fuera.

Empecé con platitos y poco más. Y de repente dije, wow, pero a mí lo que me atrae de esto es la materialidad del barro. O sea, lo que va más allá de la forma. Es casi algo que no puedes poner en palabras. Y bueno, durante un tiempo sí que estuve con la parte un poco más utilitaria. Luego empecé a meterme mucho en temas de tejido, sobre todo de cestería y fibras naturales. Yo trabajo mucho el esparto, una fibra natural sobre todo del sur de España y que es patrimonio inmaterial de la humanidad. Además, como quien dice, está en peligro de extinción porque no hay artesanos que lo trabajen. Me interesa mucho todo lo relacionado con las artesanías, los modos de hacer, lo háptico. O sea, esa forma de conectar con el mundo desde algo más allá de lo intelectual. Yo venía de estar escribiendo estas tesis interminables de conceptos súper profundos. Y de repente me encuentro con que mis manos tienen mucho más que decir, quizás, que lo que yo puedo incluso llegar a plantear a nivel conceptual. Entonces, bueno, se fue dando, ¿no? Es una pregunta que me hacen mucho, porque estoy muy consciente de que el mío es un nicho muy específico. “Me parece que para estar ahí has tenido que hacer una elaboración muy concreta de algo”, dice la gente, pero a mí, simplemente, la vida me ha situado ahí.

Vasija floreada de cerámica. Trenzado de esparto. Canasta de esparto.


FO: Dime, ¿qué aspectos de tu práctica suelen pasar desapercibidos, pero son fundamentales para ti?

ADG: Hay muchos componentes externos que para mí son cruciales. Como, por ejemplo, mi educación desde niña. Mi madre es bióloga, de sangre, de corazón, de ir los sábados y los domingos al monte y decirnos todos los tipos de plantas, las diferentes eras geológicas. También es profesora, lo cual ha influido en cómo me aproximo a la sensibilización, siempre desde lo mediado. Esa fue mi infancia. Y además una madre —y también un padre—, pero sobre todo una madre con una gran conciencia ecológica. Y yo sé que quizás ahí sí que llegué a desarrollar un acercamiento hacia sistemas y organismos que mucha gente de mi entorno no tenía. También fui esa niña peculiar, con unos gustos que luego variaron, pero que luego retornaron. Estar ahora metida en todo esto es, desde el punto de vista simbólico, conectar con mi niña interior.  

Hay una cuestión entre madre e hija que es bastante importante y, aunque nunca la he abordado directamente, está latente y forma parte de todo mi proceso. Desde las conversaciones con mi madre —porque al final, se trata de una simbiosis madre-hija que va más allá de lo emocional—, hasta el intercambio de conocimiento científico que compartimos. Ella es una gran científica. Que tu madre sea tu fuente de inspiración y tu modelo a seguir es como ganar la lotería de la vida. Hay muchas cosas ahí, todas intrínsecamente unidas.

Y bueno, para abreviar un poco esta parte: llegué a Madrid para hacer una residencia de arte, y después de esa experiencia decidí mudarme definitivamente, darle una segunda oportunidad a mi ciudad. Comencé un proyecto en la Escuela de Cerámica de la Moncloa en Madrid, desarrollando una línea de investigación que, honestamente, no me esperaba. Fue también el momento en el que empecé a notar que había gente que creía en mí, y eso fue muy significativo. En ese punto, yo simplemente estaba trabajando con la materialidad del barro, distintos tipos de arcilla; no quería entender nada, solo dejarme llevar. Pero empezaron a ocurrir cosas a mi alrededor. Los hongos aparecían por todas partes. Empecé a leer mucho sobre el concepto de micelio. Y ahí hay algo interesante, porque todo lo relacionado con lo fúngico —o con el micelio como organismo— ha tenido un boom en los últimos cinco años, pero en mi vida ha sido algo recurrente desde mucho antes. Recuerdo perfectamente a mi madre, cuando yo era pequeña, explicándonos estas cosas. Fue un momento de canalizar y clasificar muchas cosas que ya estaban ahí. De repente me dije: me voy a poner a experimentar. Y lo hice. Y viniendo de un entorno tan académico, pensé: qué bien poder tener la posibilidad de mirar desde otro lugar.


FO: Veo que el lugar en el que estás ahora es una convergencia de factores, caminos y casualidades. ¿Dirías que tu proyecto creativo responde a una necesidad social, política o estética que emanan nuestros tiempos? ¿Hacia qué lugar —conceptual, vital, profesional— esperas que te lleve tu trabajo en los próximos años?

ADG: Me hace reflexionar la palabra necesidad. Es casi una contradicción en todo mi planteamiento artístico-conceptual. No hay necesidad. Es un tema al que me enfrento constantemente al exponer mi obra. ¿Y esto para qué es? ¿A dónde quieres llegar? Creo que hoy en día todo lo que está relacionado con el micelio se ha asociado a temas arquitectónicos, al diseño, biomateriales, nuevas materialidades. Me parece un mundo fascinante, pero no deja de ser, al final, un planteamiento dentro de los límites del capitalismo, donde todo lo que deriva de una investigación científica y genera resultados es valorado porque tiene un beneficio económico. Y mi planteamiento artístico-conceptual no intenta paliar ninguna necesidad. Nunca lo ha hecho. Creo que el arte transciende eso. O sea, sí creo mucho en la simbiosis entre arte y ciencia, pero no creo que con mi arte o con mi praxis tenga que solventar nada, sobre todo desde un punto de vista práctico.

Para responder la pregunta, no lo voy a hablar como “necesidad”, sino como interés. Aquí soy muy honesta en cuanto a la práctica situada. Y es que muchas veces no sabes cómo llegas a los sitios. Ahí quizás un psicoanalista me podría ayudar un poco más. He llegado a este punto, estoy muy fascinada y muy entregada a esto, pero también me pregunto: ¿qué es lo que estoy haciendo? ¿a dónde me lleva? Entonces haces tus indagaciones, te empapas de un contenido sociopolítico, de muchas miradas, de otros artistas que sitúan tu obra, que le dan esa conceptualización. También está todo este debate sobre qué va antes: la obra o la hoja de sala, ¿no? Porque muchas veces hay momentos en los que no sabes muy bien qué estás haciendo, y después desarrollas todo un discurso para justificarlo. Entonces yo ahí también intento ser muy cauta.

Puede parecer que todo esto está estructurado, pero en realidad fue un desencadenamiento de eventos y de muy buena suerte. Entré en un nicho que me fascinaba, y que —en el contexto español— sigue estando bastante inexplorado, al menos desde la mirada que yo intento proponer. Y de pronto todo encajó. A partir de ahí empezaron a surgir oportunidades internacionales: proyectos, exposiciones, residencias. El año pasado tuve que parar. Porque, imagínate, un año y medio así, en constante movimiento. Me di cuenta de que me estaba “vendiendo” a algo que me apasiona, sí, pero que también necesitaba tiempo para investigar. Porque algo muy interesante que pasa como artista o como investigadora es que, cuando algo funciona, cuando gusta, puedes encontrarte dando vueltas una y otra vez al mismo concepto. Porque encaja. Pero yo sentía: esto parte de aquí, pero hay mucho más detrás. Entonces necesité frenar. Entrar en procesos más investigativos. Y eso es en lo que estoy ahora. Este curso lo estoy dedicando a retomar el proyecto en la Escuela de Cerámica, darle un cierre. Porque tengo acceso a un laboratorio y a unas instalaciones que me ayudan mucho. Y tengo mi estudio en Madrid, que es mi espacio como artista. Son mis dos pilares ahora mismo.


FO: ¿Qué tipo de vínculos —humanos, más-que-humanos, materiales— consideras fértiles en tu práctica? ¿Cómo los cultivas más allá de la lógica de la visibilidad o el resultado, en una época obsesionada con la productividad y el reconocimiento?

ADG: Vuelvo un poco a lo mismo: el porqué, la finalidad, el objetivo… es que no lo hay. Por lo tanto, yo puedo vincular mi obra con un pensamiento relacionado con, no sé, la capacidad de sanar o la capacidad de generar conciencia sobre un tema. Pero no deja de ser como un tentáculo extra que sale. No es el fin último de mi obra.

Pero, si entro en esto, sí que es verdad que —sobre todo en los últimos años—, porque me impregno, porque no vivo descontextualizada, hay muchas reflexiones, muchas metodologías y pensamientos que me influyen a diario. Estos temas relacionados con lo postnatural me interesan desde muchas miradas, no solo desde los hongos. También desde las plantas, desde lo que en España llamamos “malas hierbas”, que en otros países de Latinoamérica se conoce como maleza. Para mí, todos estos organismos tienen algo en común: salen de lo que se considera productivo. Hoy en día, creo que las artesanías también forman parte de ese sistema no productivo que el Antropoceno está intentando cancelar. Es como una cancelación sistemática de todo aquello que no entra en la lógica de la productividad. Por eso me interesa tanto lo marginado y las formas de mirar más lentas, las que vienen desde la co-creación. Y ahí se incluye todo lo que hago: la maleza, las artesanías, los hongos, la práctica en comunidad, el concepto mismo de comunidad. Ahora que vivimos en la era del individualismo, veo que ¡nos quieren solas! Y entonces está esta idea de: “No, no, estamos cada una súper independiente viviendo de manera autosuficiente…” ¡No! Eso, al fin y al cabo, es una forma de destruirnos desde nuestra individualidad.

Todos estos conceptos, estos elementos que se marginan porque no tienen esa capacidad productiva o utilitaria, me interesa mucho tratarlos. Como una especie de antilógica del progreso capitalista.

Una cosa que me liga mucho al arte es: ¿de qué manera el lenguaje científico, o elementos como el método científico, o muchas cosas relacionadas con la ciencia pura, se pueden adaptar desde la especulación al ámbito artístico? Por ejemplo: me interesan los ritmos no humanos. Los procesos de transformación. Todo lo híbrido. Todo lo que, de alguna manera, va más allá de nuestra capacidad de entendimiento, también por la propia terminología que utilizamos.

La terminología, para mí, es fundamental. Más allá de que somos lo que pensamos —como diría Wittgenstein—, se trata de entender que nuestra forma de relacionarnos con el medio se basa principalmente en la terminología que utilizamos para nombrarlo. Por eso hay culturas y grupos étnicos que tienen múltiples términos para referirse a los diferentes tonos de la hierba. Esas son especulaciones que también forman parte de cómo generamos una mirada, y en mi caso, eso está muy presente a nivel artístico. La co-creación es un término tan importante en mi investigación porque permite que la materia se exprese, y a mí convertirme en espectadora de esa transformación. Me interesa dejar espacio para que la materia se manifieste sin control humano. Esto se aplica tanto al barro como a la fibra natural, y, por supuesto, al organismo vivo, que junto conmigo y con otras materialidades genera un producto final que es, en sí mismo, una antítesis de lo productivo. ¿Qué necesidad hay de generar este cuerpo híbrido? Ninguna. Y por eso lo hago: porque también es un acto de rebeldía.


FO: Veo en tu trabajo una voluntad de habitar la lentitud, lo manual, lo colaborativo. Me recuerda al trabajo de la antropóloga Anna Tsing y sus denominadas formas de vida que brotan en la periferia, entre las “ruinas del capitalismo”, y van formando alianzas no planificadas, como la del hongo matsutake. En este sentido tu praxis traza vías de reflexión alternas, espacios de resistencia frente a un orden hegemónico. Podríamos hablar un poco más de esto, aunado a otro asunto que despierta mi interés. En su libro Let’s Become Fungal, Yasmine Ostendorf propone al micelio como método: una manera de pensar, crear, organizarse. ¿Qué significa para ti —en términos prácticos o simbólicos— trabajar de forma “fúngica”? ¿Cómo es que la naturaleza de los hongos informa tu filosofía?

ADG: Cuando hablo de terminología, pienso mucho en cómo, al hablar de los hongos, se dice que nos proporcionan nuevas formas de mirar o de habitar. Y sí, está bien, el lenguaje es nuestra herramienta para generar imaginarios. Pero muchas veces hay que cambiar el punto de reflexión: no se trata solo de hablar de nuevas formas de mirar desde lo fúngico, porque, literalmente, los hongos no miran. Entonces hay que hacer una adaptación. Desde un punto de vista metafórico o literario, funciona, porque permite generar toda esta simbología del micelio como red interconectada. Pero quizás es momento de ir un paso más allá.

Por ejemplo, las formas de reproducción de los hongos rebasan la comprensión humana: hay tal cantidad de combinaciones posibles que no se pueden categorizar, ni siquiera establecer patrones fijos. Un hongo puede reproducirse consigo mismo, pero también con esporas de otro hongo, o en una hibridación mixta. Es un mundo fascinante que se sigue estudiando hoy en día. Yo no soy una experta, pero es un tema que todavía estamos lejos de comprender y probablemente nunca lleguemos a hacerlo del todo. Y ahí es donde quiero ir. Están bien las metáforas, los puentes entre campos distintos, pero también hay que entender que todo lo que implique dar voz o utilizar terminología humana para hablar de lo no humano o lo transhumano no deja de ser una apropiación de algo que no nos pertenece.

Volvemos al antropoceno: pensamos que todo es nuestro, que tenemos control sobre todo, y por lo tanto nos creemos con el derecho de nombrar las cosas a nuestra manera. Eso para mí también es un punto importante. Y retomando tu pregunta sobre las proyecciones: todo esto, al final, nos lleva otra vez al tema de las metodologías colaborativas entre cuerpos humanos y no humanos. Artesanías, co-creaciones, colaboraciones. También me interesa mucho —desde un punto de vista curatorial— sacar el arte, o al menos ciertos tipos de expresión artística, del cubo blanco institucional. Y no, no lo hemos superado. Al final el artista que “funciona” es el que forma parte del mercado del arte, el que tiene su exposición individual en determinados tipos de galería. Ese tema para mí, ahora mismo, es clave. De hecho, a finales de junio me marcho de Madrid, haré un viaje.

Es un punto de inflexión en mi trayectoria. Porque ciertamente pude haber consolidado mi trayectoria —o el comienzo de mi carrera artística— en una línea muy expositiva, de investigación cerrada, dentro de un contexto muy urbano, sobre algo que “funciona”. Pero nunca ha sido mi intención. Ese es el punto de todo esto: que es algo que transciende. Si hablo de co-creación pero no me sumerjo de verdad en ella, al final estoy utilizando los medios para poner mi nombre y decir “esto es co-creación”, cuando en realidad no lo es. Entonces también se trata de convertirme en medio, de ver qué ocurre a mi alrededor y de explorar cómo puedo facilitar que eso se genere, de una forma u otra. Es un tema complejo, porque al final todos habitamos nuestros cuerpos y tenemos una mirada antropocéntrica. Soy muy consciente de que no voy a poder apreciar la otredad desde una mirada que no esté atravesada por mi sesgo —mujer, clase media, europea, blanca. Ese también es un diálogo activo que tengo, por ejemplo, con los hongos: de qué manera y yo estamos conectados, siendo la antítesis de lo que yo represento dentro de la sociedad. Y aun así existe una conexión. En ese hilo se sitúa este viaje como proceso. La intención es dejar que se produzca una hibridación más amplia, saliendo —una vez más— del cubo blanco, del laboratorio estéril, de la beca, de la residencia de arte. Exponiéndome a algo que no tiene por qué estar siquiera etiquetado como arte. Algo así.


FO: ¿Y a dónde vas a ir?

ADG: [Se ríe] ¡La pregunta del millón! De hecho, la idea es empezar con una residencia de arte en Nepal. También voy a ir a Sri Lanka a hacer otro proyecto, y estaré por el sur asiático con varias comunidades, conociendo diferentes formas de tratar y gestionar granjas de micelio, que me interesa muchísimo. Las granjas de micelio están ahora muy en boga; son proyectos donde se cultivan setas, principalmente para consumo alimentario, aunque también existen otras miradas posibles. Luego quiero ir a Latinoamérica y pasar al menos seis meses o un año recorriendo lo que me permita mi presupuesto de artista independiente.

No quiero entrar de lleno en ese tema porque es otra gran esfera interconectada, pero para mí es importante. Cuando la gente ve mi práctica artística, en algún momento surge el comentario de “¡ah, los hongos alucinógenos!” Y sí, todo está hiperconectado, y parte de mi intención es acercarme a ese conocimiento desde otra mirada. Es un conocimiento que no puedo adquirir de forma situada en Europa; necesito estar en los lugares donde realmente sucede. No se trata de entender —porque como ya dijimos, hay cosas que no vamos a poder entender—, pero al menos quisiera escuchar. Tengo esta idea de que todos somos una misma energía, y que cualquier conocimiento que yo interiorice, de algún modo nos está ayudando a todos. Hay muchas cosas que van más allá de lo que es estrictamente mi práctica artística. Así que sí, ya te iré contando, porque esto ya es más personal y no sé exactamente hacia dónde va, pero en eso estoy.

Es un viaje largo. La idea es estar al menos un año. Estoy desarrollando una metodología. Y, claro, también habrá una parte de recreación. Pero sobre todo quiero que sea un proceso sin un fin predeterminado. Casi como la generación de un archivo donde se puedan integrar muchas cosas. Mi siguiente paso no es, por ejemplo, la vía académica, que fue una opción, hacer un doctorado. Pero no quiero encorsetar esto en lo académico. Mi trabajo es justamente la antítesis de todo eso.


FO: Te escuchas entusiasmada. Me gusta la aproximación curiosa y abierta que tienes respecto del futuro de tus experimentos artísticos, investigativos y personales. Es claro que tanto tu trabajo como tu filosofía están interesados en los ciclos: la siembra, el cuidado, la transformación, la putrefacción. Dime, ¿qué has aprendido del tiempo lento, del error, del deterioro —de dejar que las cosas se transformen en otras cosas?

ADG: Me encanta esta pregunta. Cuando hablo de co-creación, siempre planteo esta idea de que no me gusta “modelar” desde un punto de vista autoritario; me interesa más una relación sin jerarquías. Y cuando estoy creando justamente no busco controlar la materia, sino que acompaño su proceso. Es importante conocer técnicas, porque las técnicas te conectan con la tradición, te ayudan a entender por qué el material se ha trabajado de cierta forma. Pero llega un momento muy bonito, cuando trabajas con lo que podemos llamar —aunque es un término limitado— materia viva y materia no viva, cuando te das cuenta de que hay vitalidad en los materiales, me doy cuenta de ello, por ejemplo, cuando trabajo con fibras naturales o con arcilla, que no es lo mismo que el micelio, que sí es un organismo vivo. En estos materiales, es la propia materialidad la que te va indicando el camino. Yo creo que un gran artista —o mejor dicho, un buen artesano en el sentido técnico— solo puede alcanzar ese punto óptimo de perfección si escucha activamente al material, si permite que se transforme por sí mismo. El concepto de la grieta siempre ha parecido muy interesante. La grieta, la ruina, esa idea del jardín en la ruina, de la grieta como lugar por donde sale pero también por donde entra la luz. Al final, temas como la escucha activa, el observar —no ver, observar— son fundamentales. Nos hemos olvidado de observar. Todos esos procesos lentos son esenciales, porque solo así es posible conectar con todas esas materialidades. Y con el micelio, todavía más.

Centro Melena de León. Laterales cepa de Pleurotus.

De hecho, hablando en concreto del micelio y retomando el tema del laboratorio… Mi laboratorio ha pasado por muchas etapas. En un primer momento intenté crear un espacio aséptico, donde se pudiera generar todo tipo de procesos —con cultivos en agar-agar, en placas de Petri—, todo lo más controlado y estéril que pude conseguir. Pero, al fin y al cabo, mi laboratorio está dentro de un estudio artístico y hay contaminación cruzada, lo quiera o no. Fue un periodo bastante frustrante, sobre todo durante más de dos años, en los que sentía que tenía que lograr que los hongos “fructificaran” con una morfología específica. Esa necesidad de control. Porque al final, ciencia y control están profundamente entrelazados. Y sufrí un poco, porque puedo ser muy metódica, pero luego también tengo esta tendencia a decir “esto lo hago a ojo, esto lo siento así”, y claro, la ciencia así no funciona.

Además, ahora lo veo con claridad: toda esa metodología tan exhaustiva, esa obsesión con que nada se contaminara, con que un cultivo ya no servía si había una mínima desviación… en realidad, todo eso era muy contradictorio con respecto a lo que yo realmente estaba investigando. Era una falta de coherencia interna. Entonces, este año empecé a hacer algo que no había hecho nunca: jugar con la contaminación. De repente pensé: a ver, si hablo de acompañar a la materia, de transformación desde la co-creación, ¿por qué estoy imponiendo que esto salga de una manera específica? ¿Por qué esa rigidez? Entonces ocurrieron cosas interesantes. Empezaron a aparecer patógenos, variables climáticas que afectaban lo que estaba haciendo. Y, por ejemplo, un cultivo se me contaminó con Trichoderma, un hongo muy interesante, el oro de los cultivos en permacultura, porque ayuda muchísimo a la fertilización de los suelos. Claro, favorece la fertilidad, pero impide que el micelio crezca o fructifique de manera específica. Y, desde el punto de vista utilitario —de nuevo esa lógica—donde tiene que haber un producto de consumo como resultado, las setas que emergen de un cultivo contaminado no se utilizan con fines alimenticios, por cuestiones de salubridad. Yo tenía todo eso muy interiorizado, pero de pronto pensé: ¿y si dejo que pase? A mí lo que me interesa realmente es ver qué ocurre.

Me pregunto: si esto es co-creación, ¿cuál es mi rol?, ¿qué pongo yo? Mucha gente me pregunta: esto que estás haciendo crecer, ¿qué es?, parecen raíces, no son hongos como los imaginamos. Son deformaciones de hongos que no han estado expuestos a la luz de manera constante, o que han tenido intervalos irregulares de oxígeno. Eso genera esas formas tentaculares, esas figuras que no son nada y a la vez lo son todo, desde un punto de vista estético: ramificaciones, intentos desesperados de salir, como sea, pero que inevitablemente se convierten en algo sin utilidad comercial. Esos hongos no tienen valor en el mercado, ni podrían generar ningún beneficio. Por el proceso contaminado, por su morfología, e incluso —creo— por lo que reivindican. Y ahí fue cuando dije: es aquí donde quiero llegar. Es otra interpretación de la forma. De hecho, aquí entra mi trabajo con porcelana e inmersiones en porcelana. Otro tipo de morfología. Y ahí entra también el tema que me preguntabas antes: la decadencia. A mí, la decadencia, me fascina.


FO: Háblame un poco más de eso.

ADG: Es un concepto filosófico. ¿Qué ocurre con la decadencia? Que no es productiva. La decadencia o se romantiza —como ya sabemos— o se convierte en eso que nos han hecho creer: te mueres y desapareces. Para mí es uno de los problemas más bonitos que existen, y además es la puerta de entrada al renacer, a la transformación. Es también una forma de cambiar esta mirada tan clásica de que el tiempo es lineal. No lo es. El tiempo es cíclico, y los hongos te lo enseñan todos los días. De un cultivo contaminado surge vida. Esa vida entra en putrefacción. Y de ahí, vuelve a surgir vida. A mí me fascina, por ejemplo, lo que aquí en España llamamos “alpacas de cultivo”, que llegan a tener tres vidas. A veces incluso más. Tres fructificaciones, y cada una de ellas nace de la putrefacción de la anterior. Es muy fuerte. Todo ese tema, ¿qué te voy a decir? Creo que los hongos tienen esta capacidad transformadora, nos enseñan la interdependencia, nos invitan a adoptar una mirada más horizontal, más simbiótica. A repensar nuestra posición en el mundo. Pero, sobre todo, para mí lo más importante de los hongos es que son el portal para entender la dimensión de la vida y la muerte. Esa idea del hiperconsumo materialista, de que todo se acaba cuando mueres, de que no estamos conectados, de que somos individuos aislados. No. Los hongos nos muestran lo contrario.


FO: Alejandra, te voy a compartir una inquietud mía. Creo que la psique occidental ha estado limitada por su obsesión con el control, el dominio, la individualización y la monetización de la naturaleza, del conocimiento y del tiempo… Es la arquitectura del capitalismo. Creo también que tecnologías nuevas como la IA ponen en jaque este orden. Creo que la humanidad tiene en sus manos la enorme tarea de replantearse lo que significa la existencia, el arte, el conocimiento. Y me pregunto, ¿podremos habitar el ocio? ¿el disfrute? ¿la no-productividad? En este nuevo paradigma, la balanza tendrá que inclinarse hacia el cuidado, los tiempos lentos, la comunidad, la sabiduría, la trascendencia. ¿Cuál es tu perspectiva?

ADG: Es un tema muy grande. Hay un concepto que ya hemos utilizado y que para mí está profundamente ligado a todo esto: la ética de los cuidados. El acto de cuidar, de cuidarse —y no me refiero a ese “priorizarse” individualista, del “yo mujer independiente”— para mí el cuidado es en comunidad. El cuidado en la integración. El cuidado en el acompañar. Acompañar procesos, acompañar personas. Creo que ahí está la clave. Y eso también implica nuevas formas de generar pensamiento, de producir conocimiento.

Pienso en dos cosas. Si vamos a imaginar utopías, imaginémoslas de forma conjunta. Imagino un uso posible de la inteligencia artificial en el que toda esa productividad obligatoria, impuesta por el sistema, pueda ser asumida por las máquinas. Y que eso nos permita, a nosotras, tener espacios reales de pensamiento, de cuidado, de creación desde otra mirada. Desde otros acercamientos. Esa es, en cierto modo, la reflexión que me genera todo esto. No creo que vaya a suceder —al menos no con las premisas actuales—, pero quizás podamos empezar a descentralizar, sobre todo, el uso de nuestro tiempo, que está secuestrado por la exigencia de generar productividad. Es urgente empezar a mirarlo desde otro lugar, a observar más. A hacer las cosas de una manera distinta. Pero para eso necesitamos un proceso profundo de reeducación, porque muchas veces pasa lo típico: de repente te jubilas y no sabes qué hacer con tu vida, porque te han formado dentro de un sistema de hiperproductividad. Entonces hay que revertir esos procesos y generar nuevas formas de mirar.

Luego hay un tema que me resulta muy interesante en relación con las inteligencias artificiales y sus aplicaciones. Esto me lo dijo un chico que trabaja en Silicon Valley: “Con todo el auge de las IA, ahora más que nunca, las artesanías y las formas manuales están protegidas.” Nadie en su sano juicio, ninguna empresa ni multinacional, va a diseñar un robot que haga una vasija de cerámica. Es tan simple como eso. Sí, existen máquinas industriales que producen objetos, pero eso no es nuevo, y nunca ha sido arte. Entonces, ahí se abre otra reflexión que atraviesa todo esto: ¿podría la inteligencia artificial generar arte? ¿Ese arte se consideraría tal? ¿Dónde quedaría el rol del artista? Yo creo que sí, que por poder, puede. Pero todo depende de qué entendamos por arte. Y aunque la IA pueda desarrollar un concepto, todavía queda la parte práctica, artesanal, situada. Esta es una tangente de lo que veníamos hablando, pero me parece interesante, porque es algo que pienso mucho. A veces la gente me pregunta si no me da miedo. Pero como tengo esta visión muy de nicho —las artesanías, las formas de hacer con cuerpos, lo híbrido—, la verdad es que no me preocupa tanto. Quiero decir, el colapso ya está. Y lo llamo colapso y no crisis, porque creo que la palabra “crisis” sigue siendo un término del capitalismo. Al hablar de crisis, parece que vamos a volver al punto en el que estábamos antes. Pero no. Esto no es una crisis, es un colapso. [Se ríe].

Este colapso, al final, lo que va a provocar es una supervivencia basada en los recursos primarios. Y en ese escenario, creo que todo lo que hago, todo lo que me conecta con la naturaleza —y también con la posnaturaleza— adquiere otra dimensión. Pero cuando hablo de posnaturaleza no me refiero a esa mirada de control humano, sino a cuerpos híbridos, formas de existencia que muchas veces ni siquiera podemos nombrar con nuestra terminología habitual. Creo que trabajar con todos esos elementos, de alguna manera, me está salvando. Me está dando herramientas de salvación, tanto a mí como a mi comunidad —o comunidades. No es que haya descubierto el santo grial de cómo vivir la vida, pero tal vez las formas de hacer, de reflexionar, de plantear nuestra existencia y nuestro caminar tendrían que estar más ligadas a todo esto: al pensamiento lento, a la observación, al dejar que las cosas se transformen a tu alrededor.

Hay un tema que me interesa mucho, que es el duelo. Y cómo se relaciona también con lo que decías sobre la decadencia. Al final, habitar el duelo es habitar la aceptación de lo incompleto, de lo vulnerable, de todas esas realidades que el sistema no nos permite habitar. Siento que trabajo con todo eso, que todo lo que toco está atravesado por esa posibilidad, por esa fragilidad. Por eso trabajo con lo que está en los márgenes, pienso que quizás ahí es donde va a nacer la vida después de todo esto.