Lo que por décadas fueron horizontes especulativos por fin está a la vuelta de la esquina: la era de la automatización. La industria manufacturera lleva ventaja en este terreno, pero para el 2030 se espera que un preponderante 30% de las horas laborables estén completamente automatizadas (McKinsey, 2023), desplazando un estimado de 400-800 millones de trabajos a nivel mundial.
Actualmente, el 77% de las compañías ya están implementando tecnologías para optimizar la productividad (Deloitte, 2024), pero el pez gordo de los consultores no necesita decírnoslo porque ya lo vemos prácticamente desde cualquier sector. En mayor o menor medida, la inteligencia artificial generativa va a afectar casi todos los trabajos, especialmente aquellos que involucren captura de datos, comunicación rutinaria y toma de decisiones repetitiva. Aunque no sólo.
Lo cierto es que invertimos mucho tiempo humano en burocracias laborales, lo cual es problemático porque, en un capitalismo tardío donde trabajamos la línea de producción para sobrevivir, si el trabajo es intrínsecamente monótono ni se justifica nuestra existencia ni el desempeño es verdaderamente eficiente. Nos quedamos con lo peor de ambos mundos. La implementación de nuevas tecnologías de hecho eficientiza el trabajo, pero nos deja con una interrogante incómoda: ¿Y entonces nosotros qué vamos a hacer?
Esta es la pregunta que definirá las siguientes décadas. Más que un problema económico, político o tecnológico (que lo es), se trata de un problema filosófico: un profundo cambio en lo que pensamos que significa el trabajo y el concepto que lo engloba, es decir: un profundo cambio en lo que significa crear, pensar y existir.
¿Y entonces nosotros qué vamos a hacer?
Esta es la pregunta que definirá las siguientes décadas. Más que un problema económico, político o tecnológico (que lo es), se trata de un problema filosófico: un profundo cambio en lo que pensamos que significa el trabajo
Sabemos que desde hace siglos Occidente tiene una obsesión con el conocimiento. Ante lo incógnito, la conquista; ante la incógnita, la respuesta; ante el sistema, la optimización. Podríamos hacer una arqueología del concepto y escarbar en los griegos. Pero es, ciertamente, del Iluminismo en adelante que las sociedades modernas se construyen sobre la premisa de que el conocimiento es equiparable al progreso, al poder, incluso a la superioridad moral. Conocimiento = dominio de mundo.
Esta lógica atraviesa múltiples sistemas de pensamiento: el racionalismo y la ciencia operan desde la creencia de que todo puede ser explicado, anticipado y controlado; la teología cristiana post-escolástica propone a Dios como el gran conocedor y vincula el propósito humano a la búsqueda de esa verdad divina; la economía de datos sostiene que a mayor información, mayor capacidad de manipular la realidad. La tecnocracia contemporánea es simplemente su expresión más reciente: una élite tecnofinanciera que acapara el conocimiento y, por lo tanto, el poder.
Y la hermana del conocimiento, la creatividad—entendida al mismo tiempo como la capacidad para pensar conexiones inéditas entre elementos existentes y la destreza para materializarlas en el mundo—podemos ir a buscarla tan lejos como a las primeras pinturas rupestres, donde queda un registro en piedra de la creatividad estratégica, pictórica y narrativa de nuestros muy distantes parientes. Ambas, puestas en práctica en la construcción y resolución de problemas, constituyen los pilares de lo que conocemos como inteligencia humana y que por milenios pensamos como atributos exclusivos a nuestra especie.
Con la llegada de la inteligencia artificial hemos empezado a ver la erosión de esa exclusividad. Las nuevas tecnologías nos superan en acumulación de conocimiento, reconocimiento de patrones e incluso en producción artística. Ni siquiera se trata únicamente de que la tecnología nos sustituya como fuerza de trabajo o que haga nuestro arte. Es un problema de identidad. Tal vez el quid de esta situación no sea pensar en lo que todavía podemos crear o resolver nosotros, sino en lo que deberíamos dejar intacto. Si la inteligencia artificial está diseñada para dominar la creación estructurada, entonces la nueva frontera está en aquello que no puede tocar—la ambigüedad, la contradicción, el misterio.
A fin de cuentas, las experiencias más significativas de la existencia humana no son problemas a resolver sino contradicciones que se viven—el amor, el arte, la fe, el deseo, la moral. Y por ello su expresión deberá ser deliberadamente fragmentaria, liminal, inefable. En un mundo donde todo está eternizado en lo digital, los espacios sagrados serán los libros físicos, las cartas manuscritas, las presentaciones en vivo y el conocimiento tendrá un talante más inmersivo que acumulativo. En este sentido, podemos trabajar de la mano con nuevas tecnologías para diseñar experiencias que no puedan ser replicadas o descritas, y que activamente interactúen con el ser humano. La apuesta no puede ser por el rechazo tecnológico.
Si la inteligencia artificial está diseñada para dominar la creación estructurada, entonces la nueva frontera está en aquello que no puede tocar—la ambigüedad, la contradicción, el misterio
Cuando miramos la historia de la humanidad, vemos que el misterio reside en un estadio previo al conocimiento, lo cual podría sugerir que aceptar el primero es un retroceso hacia la superstición. Pero los antiguos miraron al cielo y pensaron en dioses no tanto por ignorancia como porque tuvieron una intuición certera: los fenómenos, todos, están interrelacionados en una compleja red de causas y efectos. El misterio y el conocimiento no se rigen por una jerarquía; son las dos caras de una misma moneda. Este es el salto hacia una inteligencia que se mide por su capacidad de dejar algunas cosas sin explicar porque sabe que eso enriquece su experiencia. Así, el misterio debe ser preservado no por su eficiencia/ineficiencia sino porque es esencial al significado de la vida.
Ahora bien, si los seres humanos ya no pueden triunfar en cuanto a conocimiento y resolución de problemas, ¿estamos eligiendo el misterio o nos estamos replegando en él? Y si es el único camino que nos queda, ¿es una elección libre o una sumisión forzada ante la realidad? Si nos aferramos a la idea de que el conocimiento es la única búsqueda que vale la pena, entonces sin duda esta vía será una derrota. Pero si redefinimos el sentido de la búsqueda, entonces puede ser la expansión hacia un nuevo paradigma de existencia.
De este modo, la gran pregunta no es si tenemos agencia, sino si podemos encontrar sentido frente a las consecuencias de un cambio inusitado y adaptarnos emocional, intelectual y existencialmente a un mundo que ya no controlamos del todo. Tal vez esta sea la prueba definitiva de la naturaleza humana. La inteligencia artificial hará que los humanos sean más humanos que nunca, no menos. Pero sólo si resisten la tentación de querer ser como sus máquinas.
En una civilización que glorifica el conocimiento como sinónimo de progreso, elegir el misterio no es otra cosa que absolutamente revolucionario. Este cambio de paradigma es tripartito: 1) Redefinir la inteligencia: dejar de medirla por adquisición y control y trasladar su valor a lo que se decide no saber. 2) Redefinir el poder: desplazarlo de quienes monopolizan el conocimiento a quienes diseñan experiencias, condiciones de posibilidad, nuevas realidades y espacios de contemplación. Ambos puntos anteriores conducen a este último, un poco más complejo de articular: 3) Redefinir la estructura social.
La estructura social que hemos heredado —basada en la idea de que el valor se produce a través del trabajo humano— comienza a resquebrajarse. Cuando lleguemos al punto en que la inteligencia artificial y la automatización puedan satisfacer todas las necesidades básicas de producción, ya no se tratará simplemente de una disrupción económica. ¿Cómo estructuraremos la vida cuando el empleo deje de ser la médula de nuestra identidad? Por siglos, el trabajo ha sido sinónimo de virtud, sentido, pertenencia. Hemos aprendido a medirnos por lo que producimos y desaprenderlo es cirugía ideológica.
La inteligencia artificial hará que los humanos sean más humanos que nunca, no menos. Pero sólo si resisten la tentación de querer ser como sus máquinas
En este nuevo escenario, podríamos —si así lo elegimos— imaginar nuevas instituciones de significado y contribución: el cuidado, la construcción de comunidad, el desarrollo interior. El trabajo dejaría de ser una trampa de supervivencia para convertirse en un acto de expresión, de ofrenda, de transformación. Esto es dimensión desconocida para nosotros. Estamos en una encrucijada entre distopía y renacimiento.
Y el cambio será violento. Millones van a ser desplazados. Millones excluidos. El dilema es brutal: desempleo crónico o liberación para reinventarse. La diferencia la marcará nuestra capacidad —y voluntad— para rediseñar cuanto antes sistemas educativos, redes de protección social y, sobre todo, nuestra definición de valor. En su centro, no es un problema tecnológico. Es profundamente humano.
Ultimadamente, si las máquinas pueden hacer el trabajo más rápido, más barato y sin descanso, la lógica fundacional del capitalismo entra en cortocircuito. ¿Quién gana dinero cuando no se necesita trabajo humano para producir valor? ¿Quién compra los productos cuando la mayoría ha sido desconectada del circuito económico? Si la productividad puede aumentar infinitamente, pero los ingresos se concentran en manos de los pocos que son dueños de la infraestructura de automatización, el capitalismo colapsa al no poder sostener la demanda de los consumidores.
Existen propuestas post-trabajo y post-capitalismo. Algunas buscan amortiguar el golpe, otras quieren dinamitar la base entera del sistema. Desde el Ingreso Básico Universal (propuesto por personajes tan dispares como Tomás Moro, Martin Luther King Jr. e Elon Musk), que busca desvincular el ingreso de la productividad individual; hasta el provocativo “comunismo de lujo automatizado” acuñado por el británico Aaron Bastani, quien sueña con un mundo donde la abundancia tecnológica permite vivir sin escasez ni propiedad privada. Otros apuntan a modelos de decrecimiento y sostenibilidad, donde el valor se mide no por lo que se acumula, sino por lo que se cuida: la cultura, el tiempo libre, la salud, la naturaleza. Y, claro, está el reverso distópico: un feudalismo de plataformas o hípercapitalismo donde todo se arrienda, nada se posee y los datos valen más que las personas. Ni siquiera pensemos en lo que puede pasar si los usuarios de la tecnología dejan de ser los seres humanos.
El trabajo dejaría de ser una trampa de supervivencia para convertirse en un acto de expresión, de ofrenda, de transformación. Esto es dimensión desconocida para nosotros. Estamos en una encrucijada entre distopía y renacimiento
¿Qué estructura reemplaza la ideología capitalista y su rutina? ¿Qué forma toma el progreso cuando ya no se trata de producir más, sino de ser algo más? ¿Podremos resignificar el trabajo? ¿Sabremos vivir el ocio sin que se vuelva vacuo? ¿Encontraremos sentido en el arte, el amor, la contemplación, el misterio? ¿Será suficiente?
La alternativa al progreso no es la regresión, sino la rendición. No es pasiva, no es apática, no es nihilista. Esta es una rendición lúcida, consciente, una integración de lo inacabado, lo incognoscible, lo inasible. Pensemos en una humanidad que no busca conquistar a la muerte, sino que aprende a morir bien; que no busca optimizar cada instante, sino que aprende a habitarlos completamente—caóticos, sagrados e ineficientes como son. Una sociedad como un micelio gigantesco que se extiende por todo el suelo terrestre en redes de interconectividad y comunicación. Para nuestra humanidad actual esta realidad parecerá lenta, sin recompensa, sin punto. Será una locura. Y tal vez sea lo más cuerdo que hemos hecho en siglos.
Así que, en principio, sí, parece ser que estamos total y absolutamente jodidos. Nuestros sistemas están configurados para la aceleración y nuestros mitos exaltan la conquista. El mismo lenguaje está ebrio de crecimiento y expansión. Pero, ¿es posible? Yo creo que es apenas posible. Los humanos son paradojas andantes. Contenemos multitudes, pero también contradicciones tan fuertes que nos rompen. Y aquí estamos. Amamos lo que nos mata, buscamos lo que nos aterra, creemos en dioses que ni siquiera sabemos si existen.
Rendirse no es lo mismo que rendición. El primero es el colapso del ego, amargo, de puño apretado y dientes chirriantes, que dice “si no puedo ganar no juego”. Y muere una pequeña y triste muerte. La rendición, por otro lado, es pura gracia feral, indómita; permanece activa, viva, trémula con presencia, y dice “veo que yo nunca estuve en control del juego y aun así he querido jugarlo”. No es renuncia, es cambio de paradigma: de la conquista a la comunión, del dominio al diálogo, del ¿qué puedo extraer? al ¿cómo puedo pertenecer?
La rendición es retadora porque pide confiar sin garantías. Pero también es liberadora porque, además de eso, no pide realmente nada más. No es una renuncia al mundo, es una renuncia a la ilusión de que tenemos que dominarlo para merecerlo. Hoy, el llamado más importante urge a la reivindicación de la carne y los huesos y de todo lo imperfecto.


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