En esta ocasión, entrevisté a Federico Crespo, fundador del club nocturno Japan, auto-proclamado “híperlocal”, ubicado en Monterrey 56, en la Roma Norte. Nacido de la clandestinidad y empujado a politizarse por necesidad, este espacio se ha convertido en un punto de encuentro para comunidades diversas que encuentran en la música un medio de expresión y defensa. Así, Japan es un proyecto de pedagogía callejera y microactivismo: una estructura de resistencia que desafía de frente la corrupción institucional y la precariedad crónica de emprender en México. Su curaduría apuesta por la inclusión, sin dogmas estéticos ni ideas puristas de la música y Federico —más ideólogo que empresario— lucha por sostener un espacio autónomo dentro de un ecosistema diseñado para extinguirlos. Conversamos sobre apropiación urbana y deseo comunitario, la fragilidad digital de la escena musical, la visibilización de las tensiones políticas que atraviesan a esta industria y las ideas como herramientas de defensa.



Toda la fotografía de esta entrevista es cortesía de Japan. También en foto (mía) el famoso Nigori sour de sapo_mx.
FO: Fede, gracias por acceder a esta entrevista. ¿Qué estás tomando?
FC: A ti, por el interés. Nigori sour; es sake sin filtrar, yuzu, jarabe natural, y claras de huevo sopleteadas. Muy rico.
FO: Se escucha increíble, me pido uno igual. Vamos al grano. Cuéntame de ti. ¿Cómo nació Japan?
FC: Empezó como algo muy clandestino. De hecho, acá donde estamos ahorita, en la Roma, ese era mi departamento. De vez en cuando hacíamos fiestas: guardaba mis muebles, poníamos mesas, cocinábamos, venían mis amigos. Eran mis reuniones, pues. Luego empezamos a coincidir con artistas de otros países y empezamos a organizar estas fiestas cada vez más seguido, una vez cada dos semanas, una vez cada semana. Había filas de 400 personas afuera de mi casa en la Roma. Ya te imaginarás… [se ríe]
FO: ¿Y no llegaba la policía?
FC: Nunca. No había operativos, no había represión del gobierno. Cuando esto empezó en 2016 a nadie le importaba la colonia Roma, seguía cargando el estigma de ser una de las colonias dañadas por el terremoto del 85 y no era una zona atractiva para inversión.
Además, estamos en la periferia de la Roma, casi sobre Chapultepec. Ahí no llegaba nadie. Hicimos lo que quisimos durante un año sin que interviniera una sola patrulla. Es curioso, porque de ahí en adelante toda la experiencia de este negocio se vería afectada por las tensiones con autoridades corruptas.
Hacia finales del 2017 decidí que era momento de remodelar, de sacar licencias, de hacer un proyecto en forma. Tardó un año la remodelación. Al final de ese año, lo lanzamos. Coincidió con el cambio de gobierno, cuando Andrés Manuel estaba por ganar la presidencia. Yo todavía tenía mucha fe en el proyecto de Obrador y en el Estado. Como gran parte de la juventud, creía que había una posibilidad de cambio, por eso pensé que podía ser el mejor momento para abrir un club de música, ¿no? Creí que las cosas podían cambiar para bien.
Y a los tres meses me di cuenta de que todo se estaba yendo al carajo, básicamente. Que todas las promesas y toda la esperanza de cambio habían sido simplemente instrumentos electorales. Desde ahí empezamos a formar una visión política y un cierto interés por eso, aunque muy de lejos, porque no nos afectaba en nada, operábamos normal.
Creo que el proyecto ha estado marcado por tres etapas. Esta primera parte de combustible y primera fundación fue bastante orgánica, espontánea. Era una fantasía: había espacio para que todos los negocios funcionaran, y todos consumían, todo estaba lleno. Teníamos los problemas normales de un negocio que apenas está empezando, pero eran cosas sencillas, de aprendizaje. Para principios de 2019, la escena estaba en un punto altísimo. Luego vino la pandemia y todo se detuvo. Muchísimos proyectos fracasaron, algunos no pudieron volver a abrir. Ahí empieza la segunda parte de la historia, el momento post-pandemia, que también fue de mucho crecimiento. La gente moría por salir, recuperar el tiempo perdido. Y luego está la tercera parte, que es ahora.
FO: Háblame más de esa tercera parte. ¿Cómo la definirías? Cuéntame qué aspectos de tu práctica suelen pasar desapercibidos, pero son fundamentales para ti.
FC: Pues mira, más bien te puedo decir cómo se ha ido moviendo a partir de la música. Originalmente éramos un club de tecno, con una vena muy marcada, y buscábamos cosas muy puntuales en cuanto a programación, en una nota muy europea. En esta industria siempre ha habido una preferencia hacia los artistas internacionales, siempre es como: “Ah, viene tal DJ de Francia” o “viene tal DJ de Inglaterra” o “viene tal DJ de Japón”, y todas las fiestas se construían con base en eso. Era impensable tratar de hacer un evento con puros artistas locales. La gente no le apostaba a eso, las fiestas no se llenaban. No era un modelo de negocio viable.
Pero, por otro lado, cuando empezábamos hace siete años, la ciudad no estaba preparada para cinco días de música electrónica de vanguardia. O sea, a nadie realmente le importaba. El momento de pandemia fue decisivo: muchos habían perdido sus espacios y yo tenía un club. Todos me escribían “Quiero tocar.” Y yo estaba obsesionado con mi nicho, les respondía: “No, pues es que aquí solo hacemos tecno. Solo hacemos este tipo de electrónica. Solo este tipo de cosas.
Pero luego reflexioné: “¿Quién eres tú para decirle a un artista que su música no es válida solo porque a ti no te gusta?” Me di cuenta de que mi postura era muy cerrada. Además, nadie tenía trabajo, no podía cerrarle la puerta a todo el mundo. En ese momento todos teníamos que salir adelante. Entonces empezamos a construir un nuevo grupo de gente y de promotores. Gente joven, que quisiera trabajar. Que no tuviera esas ataduras al pasado, o a los estilos, que les impidieran ver más allá de su propio gusto. En ese momento yo tenía una novia que le gustaba mucho el reguetón. Ella impulsó la idea de hacer una fiesta de reguetón. Y funcionó súper bien. A partir de esa apertura cambió tanto mi negocio como mi percepción de lo que se trata tener un espacio.



Nos enfocamos en construir el modelo de manera que pudiéramos trabajar con artistas locales, que pudiéramos enaltecer el talento mexicano. Obviamente recibimos muchísimas críticas por parte de la escena electrónica, decían que nos habíamos vendido. La gente del reguetón decía que éramos demasiado fresas. Siempre estás en discordia, ni estás aquí ni estás allá. Y sí sigue siendo algo bastante difícil de manejar— pero es importante cambiar la perspectiva dentro de nuestra industria y dirigir las miradas hacia los artistas locales.
Y así, a través de la gente que íbamos involucrando, construimos nuestro propio público, muy distinto a lo que sucedía en otros lugares de la ciudad. De pronto ya teníamos algo muy nuestro. Tal vez no era la música más vanguardista ni éramos los más exquisitos en todo, pero habíamos hecho una comunidad trabajadora, que se apoyaba entre sí. Y decidimos nutrir el proyecto desde ese lugar.
Nos enfocamos en construir el modelo de manera que pudiéramos trabajar con artistas locales, que pudiéramos enaltecer el talento mexicano.
Abrimos un segundo piso, que destinamos al reguetón. Entonces ya teníamos las fiestas de reguetón arriba y las de electrónica abajo. Recientemente abrimos el tercer piso, donde tocamos hip hop. Nuestro público sabe que cada noche puede escuchar algo diferente, tener una experiencia diferente, bien curada… Eso también cultivó una comunidad que iba por una experiencia musical en sentido amplio, no por una experiencia de género. Es decir, no buscaban exclusivamente tecno, reguetón o hip hop, sino una atmósfera donde el sonido, el espacio y la energía compartida funcionaran como vehículo de conexión. Al desprenderse de las etiquetas y las jerarquías sonoras, el club dejó de operar como vitrina de especialización para convertirse en un espacio vivo de descubrimiento colectivo. Esta apertura radical no solo amplió el espectro musical, también permitió que públicos diversos —social, estética y generacionalmente— coexistieran en un mismo lugar. En vez de consolidar tribus cerradas, se fomentó la creación de un tejido comunitario fluido, donde lo importante no era el género que sonaba, sino el tipo de experiencia que se generaba entre quienes estaban ahí. Y en un contexto urbano fragmentado por la competencia, la precariedad y el algoritmo, ese tipo de encuentro ya implica un acto político: patentiza que aún es posible generar cambios sociales a partir de una experiencia estética compartida.
Al desprenderse de las etiquetas y las jerarquías sonoras, el club dejó de operar como vitrina de especialización para convertirse en un espacio vivo de descubrimiento colectivo.
FO: ¿Cuál dirías que es la visión política o filosófica detrás de tu proyecto? ¿Cómo se manifiesta en lo concreto?
FC: Desde la abstracción, la política y el arte existen en lugares diferentes. Especialmente ahorita en México los valores que la política representa son contrarios al acto creativo. Pero ni la política ni el arte existen desde la abstracción. El artista crea un mundo y el político impone un mundo. Ambos transforman la vida cotidiana y producen consecuencias reales. Y ahí es donde la fricción se vuelve inevitable: porque aunque el arte no sea —ni deba ser— un instrumento político, tampoco puede permanecer al margen cuando las condiciones para su existencia están siendo sistemáticamente interpeladas.
Desde la abstracción, la política y el arte existen en lugares diferentes. Especialmente ahorita en México los valores que la política representa son contrarios al acto creativo. Pero ni la política ni el arte existen desde la abstracción. El artista crea un mundo y el político impone un mundo.
Y en ese sentido, la música siempre había funcionado como un último refugio frente a la instrumentalización ideológica. Por su propia naturaleza —más intangible—de alguna manera escapa a la lógica de la representación directa. No se le puede fijar un significado único, porque siempre depende de la experiencia del cuerpo que la recibe. Tal vez con las letras se pueden orientar ciertos mensajes, pero en la música instrumental —y particularmente en la electrónica— esa posibilidad se diluye. Ahí no hay consigna explícita, no hay programa político inscrito en la forma. Por eso, históricamente, ha estado más alejada de los mecanismos de control simbólico. No porque sea neutra, sino porque su potencia radica en vías no discursivas: trance, conexión, pertenencia.

FO: Fede, ¿a ti qué te mueve de la música electrónica?
FC: En mi caso está muy relacionada al momento en que me salí de casa a los diecinueve y me fui a vivir a Canadá. Ahí fue que descubrí los raves, en el bosque. Había fiestas de psychedelic trance, fiestas de drum and bass, fiestas de hard techno. Y eso, personalmente, marcó para mí una experiencia de vida única, un cambio de panoramas. También representa toda la gente que he conocido a través de esta industria, gente muy valiosa. Gente que me ha enseñado mucho sobre la vida, sobre el arte, sobre la música. Lo que me mueve de la música electrónica es sobre todo eso. Se trata de la cultura, ¿no? Desde mi trinchera, se trata de escoger vivir una vida cuyo objetivo final no sea necesariamente la capitalización, o hacer que el número suba, sino construir un mundo más amplio donde quepan muchos mundos, muchas propuestas. Conocer a gente que pueda ayudar a que eso crezca. Se trata de comunidad, no de individualismo.
FO: ¿Cómo deciden quién toca?
FC: En realidad, somos un espacio que abre las puertas a todos. En Japan fácilmente han tocado el 80% de los músicos de tecno activos en el país. Probablemente también de reguetón. Y ahora esperemos que pase lo mismo con el hip hop. Todos tienen las puertas abiertas. Se pueden acercar a los promotores, se pueden acercar a los bookers, se pueden acercar a mí.
Y lo importante no es que toques en Japan. Todos pueden tocar. Lo importante es que lo sigan haciendo a través del tiempo. A fin de cuentas, técnicamente ya es muy sencillo mezclar música electrónica. Casi cualquier persona puede hacerlo. La música a la que todos tienen acceso es la misma. La especialización es como la cereza en el pastel, pero antes de eso buscamos gente con la que queramos trabajar y crecer.
FO: Interesante. Situemos tu praxis: ¿qué significa abrir un espacio de fiesta y música en un país como México, en este momento social, político e histórico?
FC: Esto es importante, y justamente también toca con el tema político. He tenido que lidiar con mucho y desafortunadamente no todo podré contarlo aquí por tratarse de asuntos delicados. Lo cierto es que logramos ser el primer espacio en la ciudad que logró sacar al crimen organizado. Es algo que me da mucho orgullo. Y así se ha mantenido hasta ahora. Se volvió un club muy seguro, las fiestas se volvieron muy positivas. Muchos lugares no pueden decir lo mismo. Estamos construyendo una nueva generación de promotores y dueños de lugares que ya tienen conciencia de lo que está sucediendo, con el gobierno, con el crimen.
Ahorita estoy un poco como el ideólogo del club. Mi papel es elegir las ideas que nos van a servir de guía, sobre las cuales vamos a impulsar el proyecto. Tiene que ver con politizar el contenido, evidenciar los abusos que hay por parte de las autoridades y crear conciencia política en nuestro público. Esto es particularmente importante porque tenemos una audiencia muy joven que no está acostumbrada a que la música se trate de política. Pero si la juventud no se da cuenta de lo que está pasando, —de la represión disfrazada de regulación, del abandono institucional, de la censura encubierta— el riesgo que corren es perder generaciones enteras de músicos. Porque cuando se cierran los espacios se rompen redes, se interrumpe la transmisión de visiones, se disuelven comunidades. Y con el tiempo, esos silencios se vuelven históricos. Como pasó con las bandas, y con el punk, y con múltiples movimientos musicales que ha tenido la ciudad y que ahora solo viven como anécdota o archivo. Cuando los espacios desaparecen, desaparece el presente y el futuro de la música. Entonces ahorita estamos en eso.
Esto es particularmente importante porque tenemos una audiencia muy joven que no está acostumbrada a que la música se trate de política. Pero si la juventud no se da cuenta de lo que está pasando, —de la represión disfrazada de regulación, del abandono institucional, de la censura encubierta— el riesgo que corren es perder generaciones enteras de músicos.
FO: ¿Hay alguna herramienta o plataforma digital que se haya vuelto clave en tu flujo creativo reciente? ¿Algo que te haya hecho decir: ‘esto cambia todo’?
FC: Bueno, yo realmente creo que Instagram es el responsable de cargar en sus hombros a toda la escena musical del mundo. Todo lo que se hace ahí y la forma en la que se conoce el contenido, pues no sucede —y nunca ha sucedido— en la historia de otra forma, ni a este alcance ni con esta facilidad. Pensar que es un servicio que en principio es gratuito… o sea, es una locura pensar que Instagram en cualquier momento podría decir ‘no se pueden seguir promoviendo eventos en mi plataforma’, y se acaba la industria en todo el mundo. Siempre fuimos muy activos en redes sociales, y hasta la fecha yo llevo las redes sociales de Japan. Porque no es solo visibilidad, ¿sabes? Es eso: una red de redes. Ahí se forman los públicos, se conectan los artistas, se construye el archivo ideológico de una escena. Y cuando no hay espacios físicos —porque los clausuran, porque hay pandemia, porque hay miedo—, esas redes son el único refugio.
Pero es un refugio prestado. Vivimos en un sistema donde la existencia simbólica de un proyecto depende de plataformas que no controlamos, que pueden borrarlo todo con una actualización o un cambio de políticas. No estamos solo precarizados económica o políticamente, estamos precarizados digitalmente. Esa es la paradoja: la herramienta que nos permitió sobrevivir también nos puede desaparecer sin aviso. Y eso dice mucho del tiempo en que vivimos.
FO: Me interesa mucho este punto sobre visibilizar injusticias desde la creación de comunidades unidas por el arte, en este caso, la música. Es como si toda esa energía de la juventud, que por supuesto se respira en los pisos de Japan, pudiera ser canalizada hacia la construcción de un mundo mejor, y qué poesía que se pueda hacer desde la trinchera de una pista de baile. ¿Hacia qué lugar —conceptual, vital o profesional— esperas que te lleve tu trabajo en los próximos años?



FC: Ahorita estoy en un proceso de llevar todo lo que hemos construido a nivel digital —y sobre todo a nivel social— hacia la parte de la producción. Me gustaría fundar una disquera. No es fácil, porque representamos estilos musicales bien distintos. Esta es una idea a mediano plazo: quiero empezar a sacar nuestra propia música, hacer nuestras propias cosas. También porque, honestamente, yo me empiezo a quedar sin trabajo. Ya hay gente que lo hace todo, y mi función ahora es encontrar hacia dónde podemos llevar la visión: una disquera, un evento más grande, una serie de streamings… quiero mantener al proyecto vivo.
Siempre he creído que la única forma real de cambiar el mundo es a través de las ideas. Los negocios solo capitalizan esas ideas, pero no generan conocimiento. Por eso no me interesa expandirme por expandirme. No tengo esa ambición empresarial, ni va con mi personalidad. Conozco lo que implicaría y no quiero más de esos problemas. Además, a menos que hubiera un cambio radical en cómo operan las cosas en México, no volvería a invertir aquí. No hay condiciones y es un camino cuesta arriba. Si hoy tuviera que empezar desde cero, no lo haría. Los riesgos son muy altos.
No creo que haya una sola escena de música electrónica. Hay muchas, cada una con sus valores y objetivos. Hay gente que le gusta la música más tranquila, gente que le gusta más dura, gente que la prefiere con vocales o sin vocales. Gente que le gusta la música oscura, gente que le gusta la música brillante. Y cada una de esas escenas tiene su manera de hacer negocio y su manera de capitalizar –o no capitalizar. Pero esa diversidad, lejos de fragmentar, representa la posibilidad de que convivan múltiples lenguajes sonoros, múltiples necesidades estéticas, múltiples mundos.
En ese sentido, pienso en la disquera como una especie de plataforma curatorial única: un lugar donde distintas voces —a veces contradictorias, a veces insólitas— puedan coexistir bajo un sello común. No busco imponer una estética, sino crear un espacio para expresiones que rara vez encuentran dónde ser escuchadas juntas.
Llega un punto en que tienes que ser muy pragmático con las cosas y entender que tienes que existir en este mundo y encontrar la forma de que lo que creas funcione dentro de ese sistema. Y claro, sin pervertirte por completo.
[risas, da un trago a su Nigori sour]
Entrevista realizada por Fernanda O. a Federico Crespo.
Ciudad de México, junio 2025. Publicada en Punto Caracol.