#3. Soft Cyborg: tatuajes y transhumanismo


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Tatuajes. Un tema que literalmente habito. Quiero hablar de ellos porque es el elefante colorido en la habitación. Porque son causa de fascinación, causa de incomodidad, y hay algo de fascinante en masticar lo incómodo hasta incorporarlo.

Todo empezó con un sistema solar (con Plutón) a los diecisiete recién cumplidos. Fantaseaba con la transgresión que representaría, en una escuela donde ni el pelo pintado ni los jeans rotos estaban bien vistos. Mis papás sabían que lo haría. Mi papá siempre se opuso. El tatuador tenía un chihuahueño de nombre Sensato Pancini. Demasiado nombre para una pulga canina. El dolor me pareció poco soportable desde esa primera vez.

La realización de que he alterado cómo me veo para siempre vino hace poco, supongo que por acercarme al horizonte de los treinta. Una experiencia curiosa, algo así como cuando Neo despierta de la Matrix, viscoso en su alberca de líquido amniótico donde —en mi caso— descansaba plácidamente mi lóbulo prefrontal. Decisiones permanentes tomadas en estados mentales temporales. Y ahora viene el ajuste de cuentas. Pero, ¿es así, o el impulso de tatuarme respondía en realidad a fuerzas mayores? En este ejercicio especulativo, yo soy la materia y el maestro. Indaguemos.

Este fenómeno puede leerse, antes que nada, en clave arquetípica. En los mitos más antiguos, lo alterado físicamente se asocia a lo monstruoso, a lo divino, a lo impuro. Un cuerpo modificado encarna ese linaje simbólico: porta el estigma del exceso, del desvío, del umbral cruzado. Por eso un cuerpo muy tatuado no solo se ve raro, sino que es potencialmente peligroso. Como si supiera algo que los otros no. Como si hubiera atravesado una frontera. Al marcarse, se vuelve declaración, y su autonomía visual se lee como desobediencia. Pues claro: ¿qué otros órdenes normativos se atrevería a irrumpir quien no le teme a transformarse de esa manera? La observación —y, en casos extremos, el rechazo— no son otra cosa que el statu quo operando.

Que nadie diga que la rebeldía no es solitaria. Esa visibilidad transgresora convierte al portador de tatuajes en figura de autoexclusión. Y sí, responde a un narcisismo, pero no en su forma más obvia: es un narcisismo de emergencia, aparece cuando no sabes quién eres, pero necesitas afirmarte. Por eso te conviertes en objeto antes que desvanecerte como sujeto. El tatuaje y su dolor son anclas. Se trata, más bien, de una supervivencia simbólica, esté articulada o no. Eso explica el rush por llenarse de tinta, donde me incluyo.

Más aún, en contextos hegemónicos, la modificación visible del cuerpo desestabiliza los regímenes del deseo. La piel tatuada no se ajusta a las narrativas tradicionales de disponibilidad, docilidad, neutralidad. Lo marginal intimida y seduce. Creo que esa experiencia es particularmente ineludible desde un cuerpo femenino tatuado. El estándar que era doble ahora es triple. Mi piel no complace, pero sí erotiza.

En clave (bio)política, vale la pena recordar el argumento de Foucault: el mecanismo moderno de poder no actúa prohibiendo, sino modelando cuerpos. El cuerpo moderno ha sido modelado para ser legible, funcional, obediente, productivo. En el terreno de la sensibilidad, podemos traer a la mesa el famoso dictum de Adolf Loos: ornamento como delito, como acto primitivo. Por todos los medios, un cuerpo visiblemente intervenido deja de ser neutro para convertirse en signo que activa una subversión del orden hegemónico —incluso desde la inacción.

Vemos que el tatuaje no es meramente una práctica vanidosa o identitaria ni un juego de signos neutros: es una intervención estética con implicaciones políticas. Se autoproclama subcultura y no siente vergüenza en ello; al contrario, hay un sentimiento de pertenencia que lo acompaña (palpable en todos y cada uno de los estudios, convenciones y momentos espontáneos de tinta a los que me he visto expuesta a lo largo de los años). La piel intervenida —y racializada, cabe mencionarlo, aunque de ese tema se desprenda una constelación entera de problemáticas y matices únicos— interpela los supuestos de pureza formal que han sostenido la ficción de la universalidad entre cuerpos. De este modo, la desnaturalización de la belleza formal erosiona el canon clásico y, ultimadamente, disloca al humanismo, al menos en tanto régimen visual. Lo que estamos atestiguando es realmente el ocaso del universo clásico y clasista. Y eso, para el sistema, resulta intolerable, hasta castigable.

En más de un sentido, la humanidad está ahora en una pupa, en proceso. Aquí hablaré —y eso brevemente— del proceso que sobrellevan los cuerpos. Pensemos en el Neuralink de Elon Musk, en la ingeniería de edición genética CRISPR, en los métodos antienvejecimiento del millonario Bryan Johnson: todos ejemplos de que los seres humanos empiezan a incorporar tecnologías —algunas invasivas— para superar sus límites biológicos. Ya no se trata de los binomios mente-cuerpo, interior-exterior, sujeto-objeto, sino de redes, vínculos, extensiones, hibridaciones, de nuevas formas de conciencia. Esto tiene otra vertiente: el nacimiento de una nueva sensibilidad. Surgen prácticas artísticas que juegan con cuerpos alterados, identidades mutantes, paisajes híbridos. Lo transhumano no es lo “más allá” de lo humano (como sería lo posthumano), sino el presente en mutación. Mutatis mutandis. Es ese espacio incómodo y fascinante donde la humanidad empieza a formar alianzas con otras formas de existencia. Lo transhumano es el territorio de lo queer, lo mutante, lo cyborg; quizás, incluso, implique el desplazamiento del antropocentrismo.

El cuerpo no sólo puede ser mejorado por la tecnología dura (prótesis, implantes, aumentos digitales) sino también por la tecnología blanda: marcas, cicatrices escogidas, injertos. Es una forma de simbiosis con lo otro, con lo que nos traspasa, nos modifica y realmente no vuelve otra cosa. Un cuerpo tatuado —especialmente muy tatuado— es un cuerpo con una voluntad transgresora que subvierte la integridad de su piel como límite. Es un cuerpo queer no solo por sus motivos o intenciones, sino por su insistencia en no acomodarse en lo normativo. Se presenta como un cyborg suave, sensorial, ritual. Y, por supuesto, como cualquier ritual, tiene su precio: el dolor, que no es meramente una molestia a tolerar, sino el ritual de transmutación, lo que convierte el acto estético en acto ontológico.

La carne ya no es solo límite o contenedor: es interfaz, archivo, palimpsesto (pensemos en los cover-ups, los blast-overs). Y no dejemos a un lado que esta prótesis estética no se quita. En tanto que lo abstracto se vuelve figura, lo simbólico y lo biológico ya no pueden diferenciarse. Los símbolos se han acercado tanto que se encarnan para manifestar su potencia y significado. La palabra misma: sýmbolon (σύμβολον), compuesta por Syn (con, junto) y Bállo (lanzar, arrojar), literalmente quiere decir “arrojar juntos”, “poner-en-común”. En la Grecia antigua, un sýmbolon era una ficha partida en dos, como una especie de contrato o señal de reconocimiento. Por ejemplo: dos personas partían un objeto (como un anillo, una tablilla o una pieza de cerámica) y cada quien se quedaba con una mitad. Al reencontrarse y juntar las partes se demostraba un vínculo, un pacto, una identidad compartida. El símbolo, entonces, es algo fragmentado que remite a una totalidad. Algo que apunta a otra cosa —más grande o invisible— que solo se revela al unirse, al interpretar, al reconocer.  

Ahí donde el humanismo renacentista hereda las ideas clásicas de la Grecia antigua y sostiene la plasticidad del ser humano, el transhumanismo hereda el legado del humanismo renacentista al sostener sobre todas las cosas la capacidad humana para transformarse, aunque trastocando las ideas clásicas. La estética transhumanista es asociativa, vibrátil, camaleónica. La idea de belleza ya no se basa en la pureza abstracta, en la simetría o en la neutralidad, sino en la fusión, la mezcla, el exceso, el glitch. La sensibilidad transhumanista es un modo de ser que nace del colapso de las dicotomías sujeto-objeto, naturaleza-cultura, cuerpo-tecnología. No separa, conecta lo que pensábamos irreconciliable.

Hablar de metamorfosis es hablar de dolor, del conflicto entre ser y dejar de ser. Los momentos de transición conllevan necesariamente una dosis de resistencia e incomodidad. Para mí y para siempre, las interacciones con personas nuevas van a tener un tamiz de pre-juicio; tamiz que convierto en termómetro, prueba de litmus o bien señuelo, máscara. A través de los tatuajes he aprendido la dura lección de la irreversibilidad, las consecuencias de nuestras ideas y acciones, y aún más peligroso, de nuestros deseos. También he aprendido la riqueza de la invención y la reinvención, y sobre todo la valentía de portar la letra escarlata de una revolución del pensamiento que respaldo, pero sobre todo encarno. Lo bello ha mutado. Que viva. El placer, el dolor, la vida, la muerte, el deseo, la belleza, nada de eso tiene sentido sin el cuerpo.

Fotografía por Fernanda Lavín @ferlavintage