Tuve tres tías abuelas que vivieron en Mixcoac la totalidad de sus nonagenarias vidas. Ninguna se casó y entre las tres instauraron una suerte de matriarcado. La mayor nació en 1919.
Su primera casa abarcaba un terreno de una cuadra entera, justo atrás de la torre Manacar, pero mucho antes de eso. La casa tenía una sola planta, techos de doble altura sostenidos por arcos y columnas de piedra, una cocina con horno de leña y un grandísimo jardín con rosas de varios colores. Un gallinero. A la casa la cercaba una reja roja de poca altura. En algún momento la custodió una perra negra llamada Gala, bastante brava.
Cuando en los cincuentas entubaron los ríos de la ciudad, varios hombres de mi familia subieron 3 piedras del río a una carreta y las depositaron en ese enorme jardín, como tres puntos suspensivos. Intento imaginar la escena. Yo creo que los ingenieros de la obra las encimaron todas a un costado y los vecinos, en un intento por echar la mano o tal vez en un arrebato desesperado de preservación del pasado, se las llevaron a sus casas. Me gusta pensar que comparto con al menos otra familia de la zona esa extraña reliquia.
La piedra más grande debe pesar unos 180 kilos, la más pequeña como 100. Creo que todos en la familia jugaron sobre ellas en la infancia, yo ciertamente lo hice. El contorno de cada una horada mi imaginario más íntimo, como también las venas en las manos de mi madre o la calidad de la luz de invierno, que me hace pensar en todos los inviernos de mi vida. La potencia psicológica de una imagen opera en profundidades insondables.
En 2005 las tías vendieron a una desarrolladora (por un precio absurdo) que derrumbó la casa e hizo departamentos. Ellas se mudaron justo enfrente, a una edificación espigada de cuatro pisos y la terraza en un quinto, cada etapa un espacio raro, con alcobas pequeñas y rincones por todos lados. Mucha escalera para tres tías en sus ochentas. Por supuesto, las piedras fueron trasladadas.
Las tías fallecieron como piezas de dominó una tras otra. Leales al espíritu de su tiempo, habían acumulado un sinfín de objetos—el tesoro del siglo veinte—y la repartición de bienes entre los herederos fue más que nada una labor de arqueología y clasificación, aunque también de (fallida) diplomacia. Entre otras cuantas cosas, mi madre se quedó con las tres piedras, que ahora habitan en su casa de Desierto de los Leones.
Cuando mi gato Tambor rondaba esta tierra le encantaba sentarse encima de ellas, pues retenían calor como sólo una piedra asoleada sabe hacerlo.

El recuerdo nunca es suficiente para revivir duraciones perdidas. A lo mucho permite pensarlas como algo abstracto, pero despojadas de su robustez original y de su verosimilitud (para bien, para mal).
¿Cómo acceder a esas duraciones perdidas, entonces? Siempre he tenido cariño por la vía proustiana, que, a través de la voluptuosidad de la sensación, da acceso a la sucesión de los eventos, como dan cuenta las400+ prodigiosas páginas que siguen al episodio de la magdalena. Pero la magdalena es una fugacidad y, si dejamos a un lado el recurso literario, tan pronto es deglutida la ilusión desaparece.
Bachelard tuvo otra intuición, donde el espacio, en sus innumerables alveolos, lo que contiene es tiempo comprimido. Espacios como fósiles de la duración. Y mientras más anclada esté una memoria a un espacio, con más facilidad podemos revivirla y más segura estará del olvido.
Casi por antonomasia una piedra es un objeto. Una casa es un objeto que alberga objetos. Y los objetos no son entidades independientes de un espacio sino los momentos en que el espacio se cristaliza en una forma, en que sus posibilidades se patentizan. Por lo tanto, localizar los espacios (y los objetos) de nuestra intimidad es mucho más urgente que guardar fechas o el orden de los eventos y mucho más duradero que la impresión de un bocado.
El mundo físico es una conversación, un intercambio incesante de energía e información en varios niveles. La teoría cuántica sugiere que cada partícula es la excitación de un campo que permea todo el espacio, lo que significa que los objetos son manifestaciones de un entramado energético. Puede ser que dos partículas se afecten la una a la otra desde la distancia y sin un medio tradicional. En términos electromagnéticos, sabemos que los átomos emiten radiación y que los objetos tienen influencia los unos en los otros sin necesidad de contacto directo, razón por la que la luz de la estrella de helio llamada sol calienta las piedras que le gustaban a Tambor. Incluso la gravedad nos muestra que, aunque un objeto esté contenido en sí mismo, éste ejerce influencia en su entorno.
La interacción que tenemos con los objetos, lejos de ser pasiva, es un proceso de vinculación a partir de diferentes grados de consciencia e intencionalidad. En la última ArtWeek, me sorprendió la reflexión de Marina Abramovic en la pared de un escenario en Laguna: “Los objetos trascienden la utilidad para convertirse en portadores de energía y creadores de vínculos emocionales, lo cual pone de manifiesto nuestra habilidad para transformar la materia con sensibilidad y propósito.”

¿Por qué querer acceder a estas duraciones perdidas? Las tres piedras de mis tías son un ejemplo palpable de que la duración también es cualitativa y de que la percibimos en expresiones in-mediatas: a través de los objetos de nuestra vida como cápsulas de tiempo. El pasado está en el presente está en el futuro está en el pasado. Esta ciudad—como cualquier otra, pero esta es la mía—está llena de espacios y su progenie, los objetos. Recordar no es meramente la recuperación de datos, es llevar adelante la física de la experiencia. Y en la medida en que conocemos los vínculos entre los espacios y los objetos que nos rodean es que podemos transformar realidades. El mundo nos escribe tanto como nosotros lo escribimos a él.
La casa en Desierto de los Leones pronto dejará de estar en mi familia y esas piedras a las que alguna vez bañó el agua de un río que ya no existe se mudarán a un departamento. Tal vez hasta tengan la oportunidad de ser sillas. Tal vez otro gato les vuelva a encontrar chiste.
Tres puntos suspensivos.
